viernes, 29 de abril de 2016

Valladolid (de paso por Yucatán parte 2)

AQUELLAS MESAS DE COLORES

 

Hablar de Valladolid en el estado de Yucatán, México es hablar de una pueblo apacible, luminoso y contrastado entre la historia, la naturaleza y la magia. Llegué agotado, aturdido por el brillo y ritmo de Cancún y necesitaba tomar bríos para continuar mi camino de regreso a casa. En un parquecito llamado de la Candelaria, a 3 cuadras del centro, encontré un hostel con el mismo nombre, empotrado en una casona vieja, con una fachada pequeña y discreta. La atmósfera era calmada, los detalles muchos, como en cualquier inmueble que arrastre décadas de recibir a cientos de personas. Libros, una guitarra colgada en la pared, cuadros, todos copias, todos descoloridos. El piso de azulejos en cuadros, típico de mediados del siglo pasado; debo reconocer que me sorprende lo vívidos que son mis recuerdos de este hermoso sitio. En la entrada bicicletas cerca del mostrador de la recepción y un poco más allá, una sala de tv aderezada con mullidos sillones tan viejos como cómodos.




 Al fondo un patio lleno de plantas que cubrían un poco el sendero, helechos bien crecidos, palmas, macetas enormes sobre jardineras de piedra, plantas descuidadas, casi salvajes. Había una cocina al aire libre, cubierta por un techo de lámina atravesado por un árbol enorme, en verdad era algo digno de verse, como en medio de la vegetación ese espacio estaba improvisado,tanto como los muebles y accesorios que podías utilizar. Las mesas de madera, por las mañanas cubiertas con manteles a cuadritos, acompañadas de sus sillas, todas pintadas de colores llamativos, rojo, azul cielo, rosa, naranja, amarillo; te invitaban a sentarte y descansar, a olvidar el exterior, para los extranjeros debe ser una alegoría de México, supongo que así lo ven, colorido, exótico, improvisado, humilde y gastado pero con un alma alegre y hospitalaria. Al fondo una hamaca en medio de dos frondosos árboles, junto a una pared de piedra y barro muy deteriorada, de escaso metro y medio que separa al hostel de la propiedad adjunta. Supuse que el resto de la pared se había ido cayendo con el paso de los años pero en verdad no era importante, fue el lugar perfecto para empezar a leer, ni bien había desempacado cuando ese rincón apartado, esa "selvita" me atrajo... No podía pedir más.




Es curioso porque ahora que lo pienso el Hostel es tan amalgamado a la naturaleza, está tan fusionado a ella como el pueblo mismo. Yo no esperaba encontrarme justo en medio del pueblo un cenote, ahí a dos cuadras del centro, como retando la obra del ser humano, rodeado de calles y casas, enorme y misterioso y a la vez prudente. No puedes irte de Valladolid sin conocer el Cenote Zací, como tampoco puedes perderte los cenotes Samula y Xquequen. Tomé rentada una bici en el hostel y recorrí breves 7 kms. para llegar a ellos. 


Cenote Zací


El Cenote Samula es considerado uno de los más bellos de Yucatán. Muy amplio, la parte superior se destacaba por tener una abertura como de 2 mts. de diámetro, justo en esa entrada había un árbol cuyas raíces llegaban al centro de las aguas del cenote. Hablo en pasado porque ya no es precisamente así. Hace 8 años durante una tormenta, un rayo alcanzó el árbol, solo quedó en su lugar un gran "tocón" y ahora las raíces no llegan hasta el agua aunque aún están ahí, parecen petrificada, suspendidas en el tiempo, sigue siendo un espectáculo natural hermoso. 



Cenote Samula


El agua es turquesa, increíblemente cristalina. En la parte baja el agua llega como a los 3 mts. de profundidad y gracias a la luz que se filtra, se puede ver el fondo sin problemas, cada detalle, cada piedra. Más allá el agua de pronto se torna oscura, es donde el cenote alcanza su máxima profundidad, 30 mts. y ahí, bueno la verdad es que incluso da miedo nadar por encima de la fosa. Los peces por cientos reciben sin temor a quien nada en el cenote, te picotean la piel y se acercan curiosos, hay peces gato negros y muy ágiles y unos pececillos llamados Dues, idénticos (si es que acaso no son) a los peces guppys tan populares en los acuarios. En los altos muros se oyen murciélagos y por la entrada aparecía y desaparecía una gran parvada muy ruidosa de aves que no pude identificar pero eran similares a golondrinas. El sonido era apabullante y a momentos y de la nada todos los animales se callaban de golpe y se "escuchaba" un silencio brutal. Pasados unos segundos de nuevo volvía el ruido. 






Ese día lo terminé comiéndome unos panuchos en el mercado y visitando la iglesia de San Gervasio y el Convento de San Bernardino, la arquitectura colonial se destaca por doquier, este lugar conserva un profundo arraigo a su historia prehispánica y colonial y se engalana por su notable proximidad con la naturaleza.


San Gervasio


Convento de San Bernardino





 Por la noche el pueblo, tan activo de día, se duerme por completo, antes de eso, como a las 8 me detuve en un restaurante de los portales a tomarme un tequila, una cervecita y una torta de Cochinita Pibil; me ofrecieron sentarme dentro del local pero amablemente decline y preferí una mesa del exterior, adornada con un par de rebozos a modo de mantel, muy coloridos. Esa mesa me sirvió para descansar, para sentir la calma de estar sólo, de viajar a placer sin preocupaciones y alegrarme el paladar con la comida regional, en este caso yucateca y mi sabroso y jaliscience tequilita, disfrute una hermosa vista de la calle; nadie me molestó y me atendieron con mucha amabilidad... Para mí, fue una alegoría de México, supongo que así lo veo.

¡Buen viaje! y recuerden que el mundo no basta. 





lunes, 18 de abril de 2016

Chapala y Tlaquepaque

JALISCO: CANCIÓN Y ALMA DE MÉXICO

Parte 2 Tlaquepaque y Chapala, contraste del alma mexicana

*Actualización del blog “Chapala, paisaje para almas enamoradas” 18 abril 2016


Tequila es aroma y sabor, pero visitar las calles de Tlaquepaque o el malecón de Chapala es una experiencia que conecta de diferentes formas con el viajero. Comida, música y cultura se mezclan para mostrarte lo más emblemático de nuestro país. Mariachis y fiesta, islas y malecones son recuerdos que cambian tu perspectiva. El occidente de nuestro país guarda maravillosos parajes que como mexicanos deberíamos experimentar por lo menos una vez en la vida…

 

 





La fiesta se perpetúa semana tras semana en Tlaque. Delante de la Parroquia de San Pedro Apóstol está el Jardín Hidalgo lleno de palmeras de dátiles y puestos ambulantes de sabroso tejuino. Color y bullicio, tiendas y bares novedosos. Galerías artesanales y restaurantes para todos los gustos se abren paso pero hoy yo quiero celebrar un poco más a la antigua y por eso me fui hacia El Parián. Dentro de sus portales hay sillones de cueros mullidos y viejos, muy cómodos; mesas con manteles a cuadritos y lámparas colgantes que te conducen a un quiosco donde cada fin de semana el mariachi ameniza las tardes mientras tomas una chabela de cerveza o una cazuelita de tequila. El tiempo ha hecho estragos en la tradición del lugar más mexicano debo admitirlo, lo típicamente dirigido a los habitantes de la región pasó a ser una mera representación de nuestra usanza para los extranjeros. Aun así, pisar este recinto te hace sentir que estás en el corazón de la mexicanidad, es algo difícil de eludir pues tenemos una enorme necesidad de expresar nuestra esencia. Tlaquepaque es México en más de un sentido. A unas cuadras de aquella estampa tan tradicional encuentras plazas, foros y avenidas, modernidad fusionada, pero su centro




 es un microuniverso dedicado a tus raíces. Más adelante, hacia el sur, me encontré con “El Abajeño” sin duda una experiencia gastronómica que recomiendo por encima de otras también excelentes y que se convirtió en un alivio a mis antojos y a la necesidad de encontrar algo merecedor de mención especial, el sitio es pintoresco por decir lo menos y amalgama todas las definiciones de Tlaquepaque.

 


}Este pueblo mágico me abruma y me fascina. Hay tanto que contar y tanto que experimentar que de seguro necesitarás más de una visita para gozarlo como merece. He ido con amigos y con familia, sólo y en compañía de mi caribeña viajera y “Tlaque” siempre mutó en el tipo de pueblo que yo necesitaba.

 



A la mañana siguiente el cuerpo demandó descanso de la verbena pero el espíritu seguía inquieto. Así que mi hermoso Chapala era la parada siguiente. Hay sitios donde entras en comunión con tu yo más interno y no sabes porque, en mi caso no hay misterio aunque si algo poco común. Chapala es para mí paisaje que alivia, ahí siento qué, como dice la canción, las almas pueden hablarse de tú con Dios. No debería existir motivo particular para tal sentimiento de cobijo y consuelo pues apenas he ido en algunas ocasiones y siempre a pasear como el más simple de los turistas, pero si algún día has dudado del dicho “la sangre llama” este es el mejor argumento que tengo para confirmar que es cierto.

 



Allá, pasando la vista que te obsequia el malecón, cerca de la orilla donde nace el sol cada mañana y juntito de Ocotlán está el bello Jamay, casi nadie habla de tan hermoso pueblo y confieso que yo mismo aún no lo conozco, pero sé que se asoma al horizonte del extenso “mar chapálico” como le llamaron los españoles. Pueblito lagunero que sin duda tiene estampas similares al mismísimo Chapala, lanchitas con redes llenas de peces, garzas posadas en las orillas del lago, cielos aborregados que se mezclan con los llanos verdes de los alrededores. De ahí era oriundo mi abuelo Don Ignacio a quien no pude conocer; con quien no tuve más vínculo que las anécdotas de mi familia. Bien, pues no puedo evitar pensar que cada vez que el lago cautiva mi mirada debe tratarse de una suerte de nostalgia heredada de aquellas vistas que en su juventud mi abuelo atesoró y amó. Un vestigio del amor por el lugar del que proviene mi apellido y un poquito mi propio ser. 

 

Chapala es apacible por naturaleza, es romántica como ninguna y en las noches lo es más, a menos que quieras probar su sabor festivo a ritmo de banda o mariachi en sus restaurantes. Es rinconcito de amor plagado de botes que te llevan a la Isla de los Alacranes, señoras amables que te invitan a comer charalitos asados con harta salsa y limón que hacen agua la boca, Chapala es aquel señor que conocí cerca del mirador del malecón, levantaba de vez en vez una cuerdita de nylon con un anzuelo. La piel tostada, el cabello blanco, manos curtidas y debajo de su sombrero de paja una mirada amable como pocas he visto. Le pregunté con ingenuidad si ya había pescado algo esa mañana y con sutil sonrisa me respondió que apenas llevaba 3 pescaditos muy chiquitos. De nuevo lo cuestioné acerca de si aquella pesca era suficiente para él y su familia y con una sabiduría que yo apenas alcanzo a comprender me respondió “ps… siempre alcanza con lo que el lago nos da joven, nomás es cuestión de ser pacientes”

Levanté la vista y miré hacia Jamay, estuve tentado a seguir ese día mi camino. Le sonreí al horizonte, “otro día” me dije a mi mismo y seguí aprendiendo de la paciencia de aquel amable anciano…



  

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